Ilusión e inocencia del primer embarazo.
Ser madre era una evidencia en mi proyecto de vida desde que era muy joven. Es una de las primeras cosas que compartí con mi marido cuando lo conocí, sin miedo, porque era impensable para mi alimentar una relación si no iba a haber descendencia. Coincidimos con este proyecto a largo plazo, y seguimos construyendo nuestra relación, tomando nuestro tiempo en cada etapa.
Cuando tomamos la decisión de hacer realidad el deseo de acoger a un bebé, empezó la espera, y la esperanza mes tras mes de que este sueño se materializara. Sabíamos que podrían pasar meses o incluso años hasta que el milagro pasara, y nos mantuvimos pacientes en esta espera llena de ilusión, de imaginación y de proyección de lo que sería nuestra vida con un nuevo miembro en la familia.
Y algún día el milagro llegó, después de 19 meses de espera. En varias ocasiones durante este periodo había pensado estar embarazada, y cuando el test resultaba negativo la decepción me invadía. Tardé 6 semanas en darme cuenta que esta vez iba a ser diferente, y que el test saldría positivo. El día en qué decidí hacerlo, temblaba de excitación, y a la vez la mantenía en secreto para no alarmar a mi marido sobre un hecho que todavía desconocía si era cierto o no. Cuando descubrí el resultado, mi alegría era inmensa. Me sentí tan agradecida que la vida nos hiciera este regalo tan deseado. Le di la sorpresa a mi marido, y empezamos la mayor aventura de nuestra vida después de 10 años juntos.
Me encantó estar embarazada. Estaba llena de energía, ilusionada, y motivada para saberlo todo acerca del parto. Me había dado cuenta que a partir de entonces, todas las decisiones que iba a tomar no solo iban a tener consecuencias sobre mí, sino también sobre mi bebé.